Domingo,
17 de agosto de 1980
La mañana de este día estuvo contenida en
el aspecto meteorológico, ya que afortunadamente no se rompió el odre del
firmamento, y aproveché para realizar fotos a diferentes puntos de la hacienda.
Fotos de paisaje, para lo cual fui yo solo, es decir no llevé a Julia y Luz Marina
de compañía para no dificultarme el oficio con su andar cansino y parsimonioso,
máxime amenazando el cielo descargar.
Hacia mediodía, por este motivo, me
echaron cariñosamente la bronca, pero ya todo había pasado.
Este diecisiete de agosto teníamos
prevista la partida hacia Yúcul, ya que en la madrugada del dieciocho debíamos
de partir desde Yúcul a San Ramón, en sucesivas etapas para culminar la Cruzada.
Sobre poco después del mediodía ya
comenzó la meteorología a ser típica del invierno tropical pese a la opinión
campesina de que venía trastocado.
Elizabeth, niña de Santa Marta, alumna de
Julia, había pernoctado con ésta la noche anterior; y esta tarde del diecisiete
las acompañé a Santa Marta para que Julia y Luz Marina se despidieran de doña
Blanca, su mamá.
Llegamos bien a Santa Marta, pero poco
después de nuestra llegada se puso invernizo y el agua caía continuamente. Y
debíamos de bajar a Yúcul. Aún estábamos indecisos si bajar en la tarde o
esperar a la mañana siguiente. La decisión, aunque dependía teóricamente de
Julia, como responsable, estaba en mis manos. Y yo, juzgando por la experiencia
de otras veces prefería bajar en un rato por la tarde, mientras descampara,
pues lo más probable es que la madrugada fuera lluviosa.
Llegaron, lloviendo, Ruth y Xiomara,
montadas a caballo a darse un paseo a Santa Marta y a preguntar qué haríamos al
fin. Decidí que bajaríamos en la tarde que se prolongaría en la noche, pues en
efecto hemos bajado esta tarde.
Así pues, en orden a la estancia, la
Cruzada terminó en Santa Celia y Santa Marta el domingo 17 de agosto de 1980, el
mismo día del cumpleaños de Julia.
En Santa Marta, al despedirse de doña
Blanca, hubo lágrimas. Eli, niña aún, lloraba desconsoladamente desde que supo
que nos íbamos; y doña Blanca, ya mayor, tenía las lágrimas contenidas, pero no
pudo evitar descargarlas en el crítico momento de partir.
En Santa Celia no nos despedimos de más
gente a nivel particular, pues ya habíamos realizado la despedida oficial con
la entrega de diplomas.
Después en Santa Celia hicimos los pocos
preparativos que quedaron y partimos. Pese a lo intempestivo de la hora,
comenzaba a anochecer cuando salimos, estábamos decididos a partir.
Santa Celia entera nos despidió hasta el
portón de entrada. Lágrimas emotivas a cargo de las brigadistas y de gran parte
de la población campesina. Después, el viaje definitivo. Don Indalecio, Mencho,
don Daniel nos acompañaron hasta Yúcul mismo; pues aparte de que tenían que
regresar con las mulas que llevaron la carga, quisieron acompañarnos hasta el fin.
Entre don Daniel y yo, mezclando el humor
y la ironía con frases de doble sentido, hicimos, o procuramos hacer, agradable
un trayecto bañado por la tristeza de toda despedida y por un fangoso camino
que en nada recordaba al polvo estival de nuestra primera época; un camino que
conoció todas nuestras andanzas y que ahora tres personas completábamos el
ciclo: Julia, Ruth y yo.
Julia, Ruth y yo éramos los tres únicos
supervivientes desde que en aquella noche del lejano abril llegáramos a Santa
Celia por el vecino camino de El Cantón.
Después, la despedida definitiva. Yo, que
había visto un sin fin de despedidas inmerso entre la masa en la tarde de este
domingo, tenía que enfrentarme a la despedida personal con don Indalecio,
Mencho y don Daniel.
Yo, lógicamente, estaba alegre porque el fin
de la Cruzada
suponía el comienzo del regreso y ya veía cerca la hora de subir al avión.
Y de repente, me encontré con lo que no
esperaba. Me despedí de Mencho, de don Indalecio, en una despedida triste, pero
cordial. Y llegué hasta don Daniel, el mandador. Y me encontré con la sorpresa
que no era el don Daniel irónico del trayecto, sino un niño de cuarenta y cinco
años, que al igual que doña Blanca horas antes, rompe a llorar en la despedida.
“Ya ves; yo soy un hombre… y también lloro”,
escribió Bécquer y soy de su misma opinión.
Yo he vertido lágrimas en tierra americana,
con Julia como detonante, y aun sin Julia, en alguna noche de morriña y de saudade.
Y ahora veo que un hombre de cuarenta y
cinco años rompe a llorar en mis brazos. Yo, con la ilusión del regreso, tenía
la alegría contenida; pero fue ésta de don Daniel una de las despedidas más
emotivas que haya realizado en mi vida.
Al fin, ellos partieron de regreso a
Santa Celia a digerir el vacío con que quedó la hacienda. En nuestra casa
hacienda, antes tan alegremente habitada por nosotros, quedaba a partir de esta
misma noche habitada solo por el mandador. Encontré lógica la tristeza de don Daniel.
Nosotros, cansados del viaje, nos
retiramos a descansar. Y en Yúcul, sobre una cama a la que nada tiene que
envidiar la que usé cotidianamente en Santa Celia, paso la noche del primer día
del fin de la Cruzada ;
la de este domingo 17 de agosto de 1980.
Paisaje de Santa Celia. 1980 |
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