EL ROBO DE LAS GALLINAS
Fue
en la fiesta de Pedroso, a finales de agosto, cuando me decidí a robarle las gallinas a la guardia civil, delante
de sus propias narices. No necesité colaboradores y pese al gentío nadie
reparó en lo que estaba tramando. Cerca de medianoche, cuando la guardia y su
familia estaban en la plaza disfrutando del baile, y los dos únicos cuarteleros
estaban tranquilamente conversando ante la puerta principal, salté por la tapia
trasera al corral. No tenía la guardia muchas gallinas, siete, y un gallo que
dejé libre. A las gallinas, no obstante, les di mejor vida a todas. Una a una
les fui retorciendo el pescuezo con habilidad y metiendo en un costal, para
vengarme del que se me quedaron cuando años atrás robé el trigo de la calleja
Oscura de mi pueblo. Tampoco prepararon gran alboroto, entre otras cosas porque
tenía mano rápida y eficaz.
El
gallo también pude cogerlo y llevarlo al puchero, pero lo pensé mejor y decidí
dejarlo. Quería dejarle a la guardia una prueba de una venganza sofisticada, y
que vieran que el robo era más bien por
venganza que por hambre. A un cartón que encontré en su propio corral,
entre los desperdicios, le até por los
extremos, a modo de cuadro, un trozo de cuerda que en la pared tenían, y en el cartón con un lapicero garabateé, haciéndole
decir al gallo: "A las doce quedé viudo", colgando el letrero en el
pescuezo del gallo, dándome maña para que éste no preparara alboroto mientras
se lo colgaba, asegurándome
también de que tampoco lo soltara tan fácilmente del cuello.
Después,
al filo de la medianoche, hora de mi actuación, con mi saco costalero y sus
siete gallinas dentro, tomé precauciones
y salté nuevamente la tapia, esta vez en dirección a la calle.
En la bicicleta, carretera de Espino adelante, regresé al
pueblo
sin pasar nuevamente por la plaza, donde seguía el baile y la fiesta.
No
quise tener más tropiezos con esa gente de tan funestos recuerdos, que no le
quitan a uno la vista de encima, aunque vayas
de formal y decente. Por eso decidí irme y no por miedo a la misma.
No
sé si sospecharían o no de mí, o de algún otro pobre desgraciado como yo. Sólo
sé decir que a mí no me molestaron por tal acción, y pude comer carne de
gallina durante más de una semana completa. Tampoco sé si divulgarían la
noticia del robo de las gallinas, o compraron otras discretamente. Pienso que
sí, por cuanto la noticia se llegó a saber, pues no mucho tiempo después, en la
fragua de Andrés la noticia llegó a mis oídos, como anécdota, sin definir quién
fue el autor de la fechoría. Quedaron, pues,
con la intriga de quién se atrevería a robarle a la propia guardia civil. Y les
resultaba hilarante la guasa del ladrón, cualquiera que fuese, por la frase
puesta en boca del gallo.
Yo nada dije entonces, y sólo hoy confieso, en honor a la verdad,
que fui yo quién perpetró el robo, en solitario y sin colaboradores,
y confieso asimismo que no lo hice por hambre, sino por venganza. Me cobré en
gallinas el costal que me quitaron, y me
resarcí un poco de los años de cárcel que pasé por su colaboración.
Cuando
les robé no pensé que pudieran
descubrirme, pero discretamente observé el estado de la situación, con sólo dos cuarteleros
platicando en la puerta y el resto de la plantilla en el baile. Más que
por la propia guardia, temía ser descubierto por cualquier paisano del lugar o
de otros pueblos vecinos, pues en fiestas y en agosto, medianoche era una hora
relativamente temprana. Tuve suerte también en ese aspecto.
Y
lo del texto del letrero fue accidental, no premeditado. Me vino sobre la
marcha la inspiración, y aunque fue en lo que más me demoré, más aún que en dar
cuenta de las gallinas, el tiempo lo di por bien empleado. Era venganza lo que
quería y la consideré exquisita. Y sólo hoy, por vez primera, cuento quién fue
el autor. Yo mismo.
Gallinas en un corral |
Continuará...
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