EXCURSIÓN AL PACÍFICO
“El hombre del conocimiento disfruta
sobre el mar, y el hombre de la virtud goza sobre las montañas; porque el sabio
es inquieto y el virtuoso pacífico”. Confucio.
Llevaba tres semanas de estancia en
Managua, y para finalizar esa tercera semana, sabiendo que mi próximo destino
serían las sierras de Matagalpa, alejado del mundanal ruido, decidí entrar en
contacto con el mar, puesto que las ganas de desentumecer el cuerpo del calor
de la capital se aposentaron en mí.
Eran sobre las tres y media de la tarde
de un viernes, cuando partí camino del Pacífico, y en poco más de una hora me
di cita con el mar. A menos de doscientos metros del Pacífico, la carretera se
desvía para llegar a La
Boquita , pueblo que queda como a dos kilómetros al norte del
cruce, y cuya playa se extiende considerablemente tanto al norte como al sur.
La carretera discurre en paralelo al mar, y a éste fui contemplando en su
inmensidad. Y llegué. Atravesé una mansión señorial con su desván de madera,
donde en la anteportada tres pequeños guacamayos hicieron mis delicias. Entré
en contacto con la fauna tropical, llena de vistosos colores para recreo de la
vista. Y tras la mansión del pueblo, que me impidió provisionalmente la vista
de lo inmenso, nuevamente el agua y la playa. No eran aún las cinco de la
tarde, las míticas cinco en sombra de la tarde, cuando decidí recrear y
tonificar la debilidad de mis azules ojos en la inmensidad marina. Y
participar. Tímidamente y con las precauciones debidas penetré por la arena en
el agua de la bajamar. El agua era extremadamente salada para mi gusto, pero al
menos mitigaba la canícula solar. Tras el baño, la ducha al aire libre, y luego
la relajación, charlando con los lugareños, en la casa señorial. Subido en el
balcón de la misma contemplé una vez más, -¿y van cuántas?-, el contacto del
cielo con el agua allá donde mi vista se perdía, evocando relatos de Robert
Stevenson, de Walter Scott, de Emilio Salgari, mientras más profanamente
saboreaba un sabroso bocadillo.
Luego, por la noche, el ron Flor de Caña
y otras bebidas más ligeras atravesaban mi reseca garganta, junto a alimentos
sólidos que mitigaran el hambre, para al final descansar a posta en el suelo de
tablas de una habitación de la casa.
Al día siguiente, sábado, me desplacé a
desayunar a Los Casares, y allí desde por la mañana disfruté del mar, descubrí
sus acantilados, y el tronar con estrépito de las olas al romperse contra las
macizas piedras que la circundan.
Me aventuré entre esos riscos a disfrutar
del descubrimiento de la fauna marina, y observé junto con el espumeante
batallar de las olas, las enormes pinzas de unos grandes cangrejos marinos, que
más tarde, durante la siesta, protagonizaron una de mis pesadillas.
No hacía mucho que había visto una
película, -no recuerdo ahora su título-, en la que los insectos se hacían
inmunes a los productos creados para destruirlos, y arrasaban a la especie
humana, y con ella a toda la civilización. En la pesadilla de aquella siesta
"veía" como aquellos cangrejos que observé por la mañana se disponían
a tragarme hasta el fondo marino. Al llegar a este punto de mi sueño me
desperté sobresaltado, y contemplé como, afortunadamente, estaba en el mismo
lugar donde había pernoctado la noche anterior.
Regresé a La Boquita. Y por la
tarde, volví a disfrutar del mar, esta vez en La Boquita. Fue un maravilla ver
la puesta del sol en la inmensidad marina, y por la noche pernocté en lugar de
en las tablas de la mansión, en una cama del hotel donde aquel mediodía había
comido.
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