Continuación de La hermana Lucía
Pero mi dicha no podía durar mucho. La
esperanza de felicidad de que me hablaba la hermana Lucía ni me la enviaba Dios ni me la daba ella, y me hacía sufrir
más. No me atrevía a declararle mi amor y menos mi deseo. Como de viva voz no me atrevía, un día le dejé un
mensaje en verso en mi mesilla de noche, con mi torpe caligrafía: "Hermana Lucía, si mucho la quiero de noche,
más la quiero de día", le había escrito.
Lo dejé a la vista en mi mesilla de
noche, como digo, y aquel día salí antes a recoger cartones por Valladolid, por
no verle la expresión de sorpresa que pondría
cuando leyera mi atrevida declaración de amor.
Ella recogió el mensaje.
Pero en contra de lo
que esperaba, mi atrevido mensaje no supuso la llegada de la felicidad
que creía que iba a darme, y sí una
frustración más, como no podía ser de otra forma en mi vida.
Yo esperaba que la hermana Lucía fuera
discreta, se confabulara conmigo, y buscara el momento de proporcionarme la felicidad de que tanto hablaba en forma de
placer. Al fin y al cabo, le había dicho que la quería.
Sin embargo, ser discreta y confabularse
conmigo podría significar callar y consentir, y eso, a sus ojos de monja, debía
de ser pecado.
El caso es que dio
cuenta a la madre superiora, dejándole el mensaje como prueba de mi atrevimiento, y aquella
noche, tras los rezos vespertinos, quien fue
a verme fue la propia madre superiora.
Me comentó que al día siguiente saldría
del convento, pues el mensaje había sido obra
del demonio, que a través de mí lo había puesto en aquellas santas
manos con el fin de incitarles a la tentación, y que mi convalecencia había
terminado, pues muy enfermo no podía estar, sino más bien rebosante de salud, quien confesaba con tal
atrevimiento tan ardorosos y obscenos deseos.
Yo no había escrito nada de eso, aunque
confieso que tal era mi pensamiento, y en vano rogué que me dejaran permanecer
en el convento. A sus ojos era un diablo, o un enviado del diablo, y a la
mañana siguiente se me expulsó del convento. Fue una nueva frustración por
culpa de la carne, y a los ojos de las monjas supuestamente curado cogí el tren
para Salamanca, y regresé al pueblo tras ocho años de ausencia.
Algún tiempo después, con la picazón del
amor aún en el pecho, cuando aún no me resignaba a vivir sin la monjita, le
envié una carta a la hermana Lucía, con la siguiente poesía salida de mi
caletre:
Hermana Lucía: Esta carta impregnada de
amor
humildemente ha llegado a sus manos.
No la desprecie, es la prueba mejor
de demostrarle una vez más que la amo.
Que no me crea, que sí me crea.
Créame pues que le soy sincero
y le digo que la amo de veras
y por usted daría el universo entero.
No le miento. ¿Qué interés en ello iría?
En la vida hay momentos de flaqueza
y así fue como pude cierto día
contemplar su hermosura y su belleza.
Y la amé. Y aún hoy la sigo amando.
Dejó usted en mi corazón huella profunda,
poquito a poco vamos caminando
y mi amor llegará hasta la tumba.
No se ofenda. Dígame por qué no me ama.
Y si me ama, ¿por qué no me lo ha dicho?
Es inútil andarse por las ramas.
Mañana puede ser tarde para un florecer
marchito.
Quiérame. Es muy corta la existencia
y es preciso vivir de la ilusión,
una ilusión que nace de la ausencia,
una ausencia que me llena el corazón.
Ámeme. Piense siempre que el dolor
nace de la frustrada ansiedad,
y estoy ansioso, muy ansioso de amor,
de su amor, Lucía mía, y de felicidad.
Hermana Lucía: Una carta impregnada de
amor
humildemente ha llegado a sus manos.
Guárdela. Es una prueba más, no la mejor
de demostrarle que verdaderamente la amo.
Ya voy viejo y cansado. Pero mientras
pueda, no me resigno y seguiré escribiendo mis memorias. En relación con la
presente historia, no les puedo contar, porque lo ignoro, si la hermana Lucía
recibió la carta, o por el contrario, le fue interceptada dentro o fuera del
convento. Sí puedo asegurar que de la misma jamás obtuve respuesta.
Valladolid. 2011 |
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