CORDILLERA DARIENSE
Relatos para Ángela.
1. LA DESPEDIDA
“Managua,
21 de marzo de 1980
Recordada
Raquel:
Quizás
le cause sorpresa esta nota, pero tuve que hacerla porque la broma que le había
dado de que me iba al siguiente día se hizo realidad. Al poco rato que usted se
fue me vinieron a avisar que estuviera lista, porque partíamos al siguiente
día, por el momento no sé donde voy, quizás vaya a Zelaya.
Raquel,
si va a dejar cosas que no va a necesitar en Matagalpa las puede dejar sin ningún inconveniente aquí en
la casa.
Espero
lo pase muy bien en Matagalpa, cuidado se queda, los muchachos de ahí trabajan
con Nando o le dan Macuá (son bromas), cuídese, la deseo de todo corazón, y
reciba un fuerte abrazo de una amiga incondicional.
"PATRIA
LIBRE O MORIR"
"LA MARCHA HACIA LA ALFABETIZACION NO
SE DETIENE"
CHAO.
Hasta en agosto.
Ángela.”
2. CAMINATA NOCTURNA CON PLACER
De la Hacienda Santa
Celia para El Realejo, 26 de abril de 1980
Hola, Ángela, me pregunto con sorpresa
cómo son las noches del trópico. Hoy ha sido un auténtico placer, una grata
aventura, en una noche de luna llena caminar varios kilómetros, tal vez seis,
por un estrecho camino de apenas cuatro metros, protegido por árboles
selváticos de ni se sabe qué veces la altura del cuerpo humano; gigantes en la
noche al acecho, entre sus ramas, de un rayo de luna. Fue un placer, repito,
ver proyectarse la sombra de las hojas de las palmeras, como enormes
tentáculos, pulpos en la noche, sobre el angosto y serpenteante camino. Era un
placer ver los caballitos del diablo destellando sus tenues lucecitas, como
fotógrafos consumados, impresionando la oscurana de la selva. Era un placer, en
este primer deambular por las noches del trópico, con la luna llena añadiendo
sus ráfagas de luz a los luminosos insectos, oír, en un silencio sepulcral no
violado ni por los congos, ni por los ofidios, ni por los pájaros cantores de
la selva, el ruido de los zapatos al pisotear el polvo reptante de caminos
nunca rectos, o el roce de la pana del pantalón contra la misma pana, unos
ruidos, tac, tac, monótonos, que profanaban el sepulcro del silencio, y de
cuando en vez, una falsa alarma de acecho producida por un tropezón en el
terreno, por la confidencia en susurro del compañero, o quién sabe por qué.
Noches del verano del trópico. Noches sin viento, con luna y con estrellas que
quieren atenuar, junto a las perennes luciérnagas selváticas, la terrible
oscuridad que invade un estrecho camino protegido por gigantes inmóviles. Y en
un país como éste, lleno de contrarrevolucionarios, de bandidos, de ladrones,
de salteadores de caminos, según dicen; caminar por estos caminos, en lo
intrincado de la selva, es una aventura arriesgada y peligrosa. Aún así,
sospecho que desafiaremos el peligro más veces, pero te confieso que esta
primera noche por la selva del trópico, en las estribaciones de la cordillera
Dariense, me produjo un infinito placer.
3. EL MISTERIO
Matagalpa, 11 de mayo de 1980. Año de la Alfabetización.
Ya no sé si creer en las brujas, Ángela.
Figúrate que el asunto ha trascendido tanto que ya hasta el Ministerio del
Interior, las altas jerarquías de la nación, han tomado cartas en el asunto,
dicen. Imagínate por un momento una casa con las puertas cerradas, las ventanas
cerradas, todo cerrado; y que durante toda una noche, y durante varias noches,
no se pueda dormir porque alguien, campesinos, micos, brujos, a saber quién,
comienza a escupir y a tirar piedras a los que allí duermen, o intentan dormir,
que no es lo mismo. Lo curioso es que en el mes de abril se había trabajado
maravillosamente, y cuando llegó el mes de mayo, piedras por acá, escupitajos
por allá, te tapabas el cuerpo en la oscuridad, asomabas con sigilo un ojo
fuera de la sábana y ¡plaf!, escupitajo hacia el ojo. Nuevamente, caracol que
huele el peligro, te encierras por unos instantes en tu concha de tela, te
revuelves, buscas nuevos ángulos de visión, nuevas formas de acecho, esperas
infinitamente, perdida la noción del tiempo, durante un minuto, dos, tal vez
medio, y desde otro ángulo intentas extraer, desde tu caparazón de tela, la
retina opuesta. Pasan, eternas, las décimas de segundo cuando, ¡plaf!, el
bombardeo fatal hace que nuevamente te cobijes en tu madriguera de lana, algodón,
tela. Intentas dormir, despreocuparte del exterior, las ventanas están
cerradas, las puertas, ídem, soñar quizá sueños imposibles, fuego helado, nieve
ardiente, pero ni física ni psicológicamente lo consigues. Los gargajos están
al acecho de tu rostro, y las piedras están ahí para hacer realidades
imposibles tus imposibles fantasías oníricas. Toda una noche en vela, desde que
oscurece hasta que amanece. Y así varias noches consecutivas. Imagínate por un
momento lo que te he contado, Ángela. Sí, sí, ríete, pero es para volverse
loco. Y el caso es que sólo atacaban a los extraños. Los matagalpinos dormían
al lado a pierna suelta, y ni una piedra, ni un pollo gargajero interrumpían su
sueño. Fantasías o realidades, éstos soñaban plácidamente. Mientras, a su lado,
noche tras noche, otros, quizá extraños de la noche, se debatían con las
piedras y los escupitajos emanados del techo. Y la habitación se encontraba
cerrada. Brujas, micos, campesinos, ¿quién tiraba piedras durante toda una
noche? Hasta el Ministerio del Interior, dicen, ha trascendido el hecho. Se
comenta que es el fenómeno parapsicológico del poltergeist. Y yo ya no sé si
creer en las brujas, Ángela.
4. LA SEQUÍA
Hacienda Santa Celia, 30 de mayo de 1980
Te cuento, Ángela, que seguimos sin agua.
Hay que esperar a que el cielo descargue su cántaro para poder mojar los labios
de unas bocas resecas, de bocas que se alimentan de saliva, de bilis, de dolor.
Y a saber cuánto ha de durar la espera. El cielo quiere mostrarse compasivo,
pero aún no le ha quitado a la alcarraza de las nubes la capa de cera que calme
el dolor de nuestras bocas resecas, de nuestras bocas sedientas, de nuestras
ansias de beber. La seca estación se alarga, no sabemos por cuánto tiempo.
Quiere evaporar definitivamente las lágrimas del dolor, del odio y del rencor;
pero me temo que es un tanto prematuro para conseguirlo. El cielo, a veces,
humedece el aire, y la estación de la Magdalena ya se asoma con ese aire fresco, tibio,
cortante. Pero seguimos sin agua. No estamos junto al río Coco, en la frontera
Norte con Honduras, ni junto al río San Juan, en la frontera Sur con Costa
Rica, ni siquiera junto al Momotombo, a los pies del Xolotlán, ni en las faldas
del Mombacho, a las puertas de Granada, junto a los tiburones de agua dulce. No
estamos bajo los dominios de Neptuno asistiendo al nacimiento de modernas Venus
de las espumas del agua. No, Ángela. Estamos en el interior, en las
estribaciones de la cordillera Dariense, en la montaña, donde el clima no es
tan tórrido ni tan tropical, pero tenemos que estar a expensas de la
meteorología para poder subsistir. En el tiempo que llevo en Nicaragua,
¿cuántos diluvios ha habido?; se pueden contar con los dedos de una mano y aún
han de sobrar más de cuatro. Hace unos días se pegó el suelo un chapuzón, pero
no tuvo tiempo ni de mojarse el polvo, y vuelta la sequía; y ya entonces
llevábamos dos días sin agua; dos días deglutiendo bilis, esponjando nuestros
cuerpos a base de sangre, de sudor y de lágrimas. El agua regresó, sí, pero fue
una ilusión, un espejismo, un oasis en el desierto, que calma momentáneamente
la sed, pero agrieta después los labios resecos; y el agua se fue, tal como
vino se fue, efímera y pasajera, sin darse importancia, agrietando nuestros
labios de unas bocas resecas, de unas bocas que calman su sed a base de saliva,
a base de bilis, a base de dolor. Así es la montaña, Ángela. Un lugar en el que
hasta la más mínima necesidad, como puede ser calmar la sed de un viajero
sediento, tiene que estar a expensas de una pequeña lluvia, en la cual poder
disolver la sal de las lágrimas, del llanto y del dolor. Así es Nicaragua. Una
estación de calor que no quiere terminar. Y seguimos sin agua.
Continuará...