LA HERMANA LUCÍA
Ya voy viejo y cansado, fatigado por el
peso de las desdichas de mi vida, pero quisiera tener los suficientes arrestos
para terminar de escribir mis memorias, antes de que me lleven al saúco a ser
pasto de los gusanos. Tal vez sean mis
memorias lo único positivo que he hecho en mi vida, pero tampoco estoy seguro que me aproveche gran
cosa. Tal ha sido la secuencia y consecuencia de mis desgracias.
Para situarnos en esta historia
previamente debéis saber que trabajé en las industrias del norte, me metí en la
industria huyendo de la miseria del campo, y me fue solo regular. Ganaba más
que en el campo, eso es cierto, pero el puesto al que me destinaron era de alto
riesgo, y lo fui perdiendo en salud. No tuve valor para protestar. A veces me
acordaba de que yo era de los más rebeldes protestando ante los ricachones del
pueblo, desafiándoles cuando la República con la serie de razones clásicas, ya sabéis: la tierra para el que la trabaja; el patrón al paredón; viva Castilla obrera, rebelde y comunera; etcétera, y tramaba, siempre que el trabajo me
desbordaba, irme a quejar al gerente de la empresa. Pero nunca lo hice. El
fantasma del despido y el tener que volver al pueblo a mendigar tareas de las
que ya había huido, o a comer República, como cuando los amos, ricachones y
terratenientes, nos retrucaban las consignas, dejándonos sin trabajo, o
rebajándonos el salario, me detenían, e intenté, como siempre, tirar para delante
como pude. Seis años duró mi experiencia en el norte, antes de caer desmayado,
casi sin aire en los pulmones, en pleno trabajo.
Los compañeros fueron activos y me
llevaron rápidos al hospital. No sé si escribir si afortunada o
desafortunadamente, porque mi vida ha sido tal rosario de desdichas que me
pregunto si para esto merece la pena vivir.
Pero en el hospital se dedican a salvar
vidas, y así salvaron la mía. Cuando ya se comprendió que no corría peligro, y
podía valerme por mí mismo, me enviaron a un convento
de Valladolid a pasar mi convalecencia y ayudar en lo que podía.
Dos años estuve en el convento de monjas, y pasé algún rato agradable, pues
tampoco puedo decir que fuera aquella la
época más feliz de mi vida. Demasiado monótona y aburrida al principio, cuando me encomendaron recorrerme todo Valladolid
en busca de cartones y papeles, que ellas vendían después y con los que colaboraba
a mi sustento. Pese al trabajo, pues tenía
que patearme muchas calles para intentar llenar medio carro, y gracias; pues eran cartones regados y no cepos, como en mi infancia, lo que buscaba; era
lo que con más gusto hacía, pues tenía algo
de libertad, pese a mi convalecencia. Dentro del convento, entre rezos y
oraciones, se me hacía aburrida la estancia.
En él llevaría como dos meses cuando un
día en el rezo vespertino dio un vuelco mi vida. Desde siempre, y aún hoy, se me forma una nebulosa cuando intento recordar
aquella noche y los rezos de la misma, no soy capaz de dar con los
detalles, pero lo cierto es que desde aquella noche me enamoré de la hermana
Lucía.
Esta monjita era la encargada de la
limpieza de mi habitación, aunque yo no lo sabía. Lo supe después, cuando por
el placer de verla ponía pretextos de mi convalecencia para no salir a recoger cartones. Fingía estar enfermo, y en
cierto modo de amor lo iba estando, para quedarme en la cama y no salir por
Valladolid.
El médico no me descubría nada anormal
fuera de lo ya conocido, pues fiebre no tenía, pero descubrí que era
precisamente la hermana Lucía la encargada del aseo de mi habitación.
Era servicial y cariñosa, y era un placer
conversar con ella. Tenía habilidad para
preguntar las cosas, y así le fui contando retazos de mi vida.
Cualquiera de esos retazos era un monumento a la desdicha. Me aconsejaba que
tuviera resignación, pues Dios lo había
querido así. Yo, por amor a ella, le comentaba que resignación tenía,
pues no quedaba más remedio, pero que Dios
también podía proveerse de darme algún momento de felicidad.
-Ya la tendrá usted, Foro, tenga fe en Dios -me decía la hermana Lucía.
Me lo decía en un tono genérico,
inexpresivo, catequizando, pero yo, enfermo de amor hacia su persona, lo tomaba
como una esperanza que ella me daba, de que precisamente ella era la encargada
de hacerme feliz.
Así fue pasando el tiempo, a veces salía
a recoger cartones, por darle gusto a la hermana Lucía, cuando hacía buen tiempo, pues decía que el sol era fuente
de salud, pero remoloneaba para salir más tarde e invariablemente regresaba
siempre más temprano.
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