El tío Miguel y mi padre no se habían puesto de
acuerdo, pero cuando salieron los dos desde el Ajuntadero de las vacas montados
en los burros, por el camino del monte, llevaban una buena vara de mimbre cada
uno. Por el camino no hablaron de nosotros, ni de dónde nos habríamos metido; era
mayo, y hablaron de las lentejas de los Casares, de lo esponjoso que había
venido el invierno, del marzo airoso y abril lluvioso, de lo buena que se
presenta la cosecha, del trigo de las Gruesas que saldrá a siete fanegas, y de
la cebada de los Cascajos que no dará menos de seis. Lo de siempre, vamos. De
nosotros, nada de nada. Total, cuando llegaran al monte ya nos encontraríamos
en el mundo de los muertos, y al día siguiente nos llevarían al saúco y se
acabaron las preocupaciones. Si acaso algo sentía mi padre era comprar la caja;
el tío Miguel le compraría a Juanito una decente de doce pesetas, por algo
Juanito era hijo de rico, pero mi padre se conformaría con una de siete
pesetas, y, aún así, yo le jodería el sueldo de medio mes.
La verdad es que he sido siempre un poco corto de
mollera, pero hay cosas que no comprendo. Porque estaba claro que nos iban a
encontrar ahogados, eso bien que lo sabían, ya habían hablado de cómo traerían
las cajas, quién las iría a buscar, y cómo devolvería mi padre el dinero que
tenía que pedir prestado. Eso estaba claro, pero, entonces, ¿por qué coños
tenían que venir al monte con las varas de mimbre? Hay cosas que nunca me han
entrado en la cabeza y este detalle es uno de ellos. Porque Juanito se podía
salvar, pero yo no. Yo nací desgraciado, mi madre me parió con fiebre, y por si
quedaba alguna duda de que debía morir, mi padre me quería matar.
Camino de Fuentelapeña arriba llegaron a los
Casares, y de allí a la charca del Macho. Allí estaban todavía las camisas
secándose, pues, aunque nos bañamos en pelotas, no habíamos retirado la ropa lo
suficiente, y chapoteando la habíamos puesto como una sopa. Cuando bajamos por
el regato de Varzubillo teníamos intenciones de volver a buscar las camisas en
cuanto se secaran un poco más, pero, como nos perdimos, no hubo forma.
Cuando el tío Miguel y mi padre vieron las camisas a
la vera de la laguna y no nos vieron a nosotros, no les quedó duda de que
estábamos en el fondo del Charco, hundidos entre el cieno.
A mi padre, que me había tenido para explotarme a
medio plazo, se le debió de caer el cielo encima, porque, tras mantenerme
durante diez años, apenas un mísero jornal le había dado de rendimiento. Y no
me daba muchas esperanzas de vida después de muerto. Agitando la vara de mimbre,
mirando al centro de la charca, no cesaba de repetir:
-¡Ay, Forito!, hijo, sal de ahí, que como te hayas
ahogado te mato.
Menos mal que no me ahogué, ni siguiera estaba en la
charca, porque si no, en menudo compromiso me hubiera puesto mi padre.
Aquel día nací de nuevo porque mi padre no me mató,
aunque casi. Ni siquiera nos encontró en el monte. Nosotros estábamos perdidos,
pero ya habíamos oído las voces de mi padre, y por ellas nos orientamos. Y
hacia ellos íbamos, pero cuando ya percibíamos lo que decía, le oímos a mi
padre su eterna cantinela:
-¡Ay, Forito!, hijo, como te hayas ahogado te mato.
-¡Ostras, Juanito!, yo no voy, vámonos para casa,
que me mata mi padre.
Juanito me hizo caso, y paso a pasito, ya
orientados, vinimos para el pueblo.
Cuando el tío Miguel y mi padre perdieron la
esperanza de encontrarnos, ni en la charca ni en los alrededores, montaron
nuevamente en los burros y regresaron para casa.
Una vez mi padre en casa, comprendí para qué habían
llevado las varas de mimbre al monte. La zurra que me dio fue de órdago a la
grande, esa que algunas veces perdí con los cuatro treses de mano, y que ahora,
con la mimbre en la mano de mi padre, no logré ni dejarla en paso. Tenía el
cuerpo con más cardenales que el Papa en Roma. Dios, como me dejó.
Nunca volví a bañarme. Una y no más, Santo Tomás.”
Hasta aquí la primicia. El cuaderno tiene más
historias, a cada cual más interesante, (según mi parcial juicio, influenciado
por la admiración familiar), que pacientemente he ido rescatando y pasando a limpio,
como probablemente le hubiera gustado a mi tío abuelo; y aunque el viejo
cuaderno sigue amarillento, lleno de mugre, y deslavazado, puedo afirmar, sin
temor a equivocarme, que para Foro fue, junto con su vida, su mejor tesoro.
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