jueves, 3 de noviembre de 2011

MEMORIAS DE FORO. EL CUADERNO (2)



Continuación de  El Cuaderno



“Me llamo Telesforo Muchapena Pocadicha, hijo de Telesforo Muchapena y de Sinforosa Pocadicha, pero en la vida siempre me conocieron por Foro. Nací en el invierno del año 1916 en La Orbada, bajo el signo de la desgracia. Ni siquiera me acuerdo del día. Cuando nací, mi madre estaba enferma, con más de cuarenta de fiebre, en pleno invierno. Pero el tiempo de la preñez se le cumplía, y así me echó a mí al mundo, enfebrecido ya. Menos mal que, al menos, me parió en la cama. Su enfermedad me ayudó en algo, que si no, lo mismo hubiera nacido en Las Canteras, o en el Chozo, o a lo mejor en la casa del Duque, cualquiera sabe. Así, no; así nací en el pueblo, en la casa de mi padre y en la cama de mi madre. Otra cosa es, no se crea. Porque el invierno era duro, y los cepos no eran precisamente blandos. Del invierno y del monte tengo los recuerdos más amargos de mi existencia. Lo de más amargos es un decir, porque son por un estilo a los que tengo del mismo pueblo, y por las tierras, en verano, en otoño y en primavera. Vamos, jodidos todos, porque no sé si alguna vez hice alguna cosa bien. No sé.
Cuando nací, a mi madre no se le quitó la fiebre, si acaso la cogió más, porque tuvo que quitar todas las mantas de la cama para no asfixiarme a mí, y el día no era muy espléndido que digamos. Bueno, como que era de invierno, ya lo he dicho. Por lo menos siguió enferma un par de meses, aunque le bajara con el tiempo la fiebre, pero en ese tiempo tuve que mamarle la buena y la mala leche que tenía, más la mala que la buena, porque si estaba enferma ella, la leche no iba a estar buena, digo yo. Pero no me morí, que es lo principal. Aunque para la puta vida que me tocó vivir, mejor hubiera sido que me hubiera parido muerto, si bien, y pensándolo mejor, ¿para qué?, ¡anda, y que se mueran los feos, a ver si no queda ninguno!
Yo viví, y crecí, y me hice grande, y hasta fui a la escuela y aprendí a leer y a escribir y las cuatro reglas, a dividir aprendí a medias, pero, vamos, me defiendo. A los diez años mi padre me sacó de la escuela porque decía que me había tenido para meter pasta para casa y no para estar ocioso toda la vida. Total, que desde los diez años dejé de ir a la escuela y me metí en otra escuela peor todavía, en la de la vida.
En la escuela me hice amigo de Juanito, que era hijo de rico, lo que de algo me valió más adelante, aunque, si he de ser sincero, no me sacó de pobre. Porque no lo he dicho, pero era pobre. Mi padre, obrero a secas, mi madre, ama de casa y obrera, claro. Los hijos, obreros fuimos. Yo era el mayor, y tras de mí vinieron siete más vivos y otros dos que se murieron, gracias a Dios. La proporción fue buena, mitad y mitad, y por ese orden, se conoce que mi padre y mi madre sabían el oficio y estudiaban las lunas con tiempo. Y así nos fueron encargando, chico, chica, chico, chica, y así hasta que dejaron de encargar. Diez en total, ocho vivos y dos muertos. Y, además, con intervalos bien regulares. Cada dieciocho meses, día más o menos según cuadrara la luna, iba incrementando el número de hermanitos, y, es curioso, los varones nacimos todos en el invierno, y mis hermanas nacieron todas en el verano. Para mi padre al principio era un sacrificio, pero a medio plazo se le notaba el rendimiento. Porque en cuanto cumplíamos diez años, invariablemente, empezábamos a trabajar. Los chicos comenzábamos con trabajos más livianos: escardar, atar y espigar, y traspalear el basurero, pero luego, según los íbamos capeando, nos iban explotando más: arar, aricar, alzar, poner y etcétera, etcétera. Las chicas, también invariablemente, iban a servir. Este era un pueblo de ricos y daba abasto para todos. Absorbía a todos los pobres del pueblo para criados y criadas, y, además, tenían que traer criadas de Parada.
Pero, bueno, que me salgo del tema. A lo que iba. Decía que me hice amigo de Juanito y que a los diez años mi padre me puso a trabajar. Mi primer trabajo lo recuerdo perfectamente. Fue escardar lentejas en una tierra sita en los Casares, del tío Miguel, el padre de Juanito. Fuimos Juanito y yo, porque los ricos tampoco tenían mucha consideración con los hijos, y en cuanto empezaba el tiempo bueno, a trabajar se ha dicho. Fuimos, como he dicho, la pareja, Juanito y yo, la tarde estaba buena, en pleno mayo, el monte estaba a la vera, y las ganas de trabajar no eran muchas.
Después me pesó, porque me limitó en la vida el tiempo de diversión. Pero aquella tarde, ¡qué íbamos a hacer! Menudo disgusto se llevaron en casa. A lo que iba. Eran las nueve de la noche, y Juanito y yo no habíamos regresado a casa todavía. A media tarde nos habíamos ido a la charca de los Machos a bañarnos, y luego seguimos por el regato Varzubillo abajo, casi hasta el monte de los de Espino, y se nos hizo de noche, y nos perdimos en el monte. ¡Menuda la preparamos! El tío Miguel fue a casa de mi padre, y mi padre fue a casa del tío Miguel. Ni uno ni otro sabían de nosotros. Y con razón. Quedaron que a las diez de la noche saldrían a buscarnos al monte, después de que mi padre empajara el ganado del tío Juan Alonso, porque, ya se sabe, primero es el ganado del amo que el hijo del criado. Aparte de que ya nos daban por ahogados y, en tal caso, poco podían hacer ya por nosotros.

                   Panorámica del monte de La Orbada


Continuará…

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