La
fragua de Andrés era el centro neurálgico de mi pueblo. Allí íbamos todos a
contar nuestras cuitas, y a enterarnos de las de los demás, además de aguzar y
reponer las rejas rotas y desgastadas. Cuando queríamos encontrar a alguien que
no estaba en casa, sabíamos que invariablemente aparecía en la fragua de
Andrés.
En
la fragua de Andrés escuché muchas escenas de la vida cotidiana, retazos de
vidas ajenas que después yo fui hilvanando, y que, hasta ahora, no me había
atrevido a contar. Ello junto con los retazos de mi propia vida, algunos de los
cuales también quedaron en la fragua de Andrés.
Os
contaré un recuerdo de mis once años, y algunas de las anécdotas que sucedieron
en el año de las lluvias: cuando robé las gallinas en Pedroso, la tormenta se
llevó los majuelos de Ronda, y Andrés se quedó unos días sin sus machos de la
fragua, con la colaboración de Jesús, el arriero de La Vellés.
***
VERANO DE 1927
Mi
padre tenía una yugada de tierras que compró en el 23 cuando la compra del
pueblo al duque de Tamames y al conde de Montarco. Porque el pueblo antes del
23 era de los nobles, y después del 23 de los nuevos ricos, pues los pobres
sólo pudimos comprar lo que aquéllos nos dejaron después del festín.
Mi
padre no era tonto, y aunque pobre, proporcionalmente en los veranos fanegueaba
tanto como el que más. Servía a un amo, que a cambio de un jornal le dejaba una
pareja de bueyes para hacer sus propias labores. Cuando más la usaba era en el
verano para acarrear. En el acarreo le ayudaba yo también a mis once años. El
daba los haces y yo cargaba el carro. Pero ese de mis once años fue un mal
verano para mi padre. Las noches venían muy claras y a la luz de la luna se
divisaban perfectamente las sombras de la noche. Mi padre siempre nos decía que
los veranos con mucha luna eran poco fanegueros. Nos salió el trigo a nueve
fanegas, pero mi padre en casa siempre se quejaba de que si no hubiera sido por
la puta de la luna bien nos hubiera salido a once.
Yo
entonces no sabía descifrar el enigma de lo que mi padre quería decir, aunque
en los años sucesivos en que las lunas vinieron normales, sin excesiva
claridad, comprendí el aserto de mi padre. Nos metíamos a acarrear en tierras
que no eran las nuestras y las parvas aumentaban en número, evidentemente no excesivas
pero si las suficientes para faneguear un poco más, y con ese exceso imprevisto
íbamos matando poco a poco el hambre.
Continuará...
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